(De un tiempo a esta parte, cada vez que pienso en Japón me viene a la memoria el inicio de El cantar de Heike, tan conocido entre los japoneses como entre los españoles lo es el de El Quijote)
Nuestro amor y admiración por el país son de sobra conocidos por quienes nos conocen. Allí, mimetizados en el bullicio de sus populosas ciudades, hemos vivido situaciones extravagantes y divertidas, disfrutado de momentos mágicos con sucesos inexplicables, nos hemos contagiado del estrés de las grandes urbes, para, un instante después, con la mirada vidriada y una sonrisa en los labios, admirar alguno de los edificios más imponentes del planeta, hemos gozado en silencio de sus paisajes más hermosos en plena naturaleza y congeniado con la amabilidad de su gente. En definitiva, de Japón nos emociona tanto su ética como su estética.
De entre todos los lugares visitados y las muchas experiencias inolvidables, quedó grabado en nuestra memoria un atardecer en la pequeña y despoblada isla de Naoshima. Después de los graves daños sufridos por un terrible terremoto, la isla recuperó su belleza anterior gracias al empuje y la solidaridad del arquitecto Tadao Ando, que se propuso revitalizarla construyendo un conjunto de museos de arte contemporáneo con tanta delicadeza y sensibilidad que los días allí se convierten en un paseo por las nubes con síndrome de Stendhal.
A la salida de uno de esos museos, sentados en unas sencillas sillas de metal en un jardín trasero, nos cautivó (o deberíamos decir nos hechizó) la caída de la tarde mientras el cielo cambiaba de color y el sol se escondía tras un pequeño islote frente a nosotros, al que bautizamos como la isla del Onigiri, debido a su forma triangular y mínimo tamaño. No era un día especialmente cálido, y el cielo pronto se tornó en un azul oscuro casi negro que nos incluyó en el paisaje.
En un instante, solo la luz de la luna se reflejaba en el Mar Interior. Rodeados de paz y belleza, el goce de ese color se convirtió en un símbolo del Japón sereno y benévolo que decidimos compartir con vosotros creando un color para una tinta de la firma de estilográficas japonesas Sailor. Deseábamos obtener una tinta con un sombreado y una lectura agradable para ser usada durante mucho tiempo sin perder su identidad, aspirando a percibir, cada vez que emborronemos un papel con la Naoshima kon (el nombre no puede ser casualidad), esa serenidad y belleza en el ambiente que disfrutamos aquella tarde mientras el sol desaparecía tras el pequeño islote.
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